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sábado, 19 de abril de 2025
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Recuerdos de Semana Santa

Mi hermano mayor, Dionisio, ató un afilado machete al extremo de un piolín, y el otro extremo lo ató a la cintura. Sujetándose con una piola, trepó hasta la punta de la única planta de pindó que había sobrevivido en nuestra chacra. Yo lo miraba desde abajo. Con el machete cortó el brote de la punta del pindó, lo aseguró con el piolín y lo bajó con extremo cuidado, procurando que no se desgaje. Era una tarde de sábado, víspera del Domingo de Ramos, y nos preparábamos para el «Pindó Karai». Entonces yo tenía seis años, y es mi primer recuerdo de Semana Santa.

Aquella tarde era toda emoción, porque al día siguiente participaría, por primera vez, del Domingo de Ramos y la bendición de las palmas.

Tejimos unos cuantos relicarios con las hojas del pindó, y mi madre agregó unas ramas de romero, ruda y flores de penacho. Aquel ramo, armado con tanto esmero, parecía un fuego de monte: el verde y el amarillo del pindó fresco, las hojas azuladas de la ruda que soltaban su perfume fuerte como medicina vieja, el romero con su toque seco, y las flores de penacho que estallaban en rojo violáceo, como si la tarde misma de aquel marzo otoñal se hubiera prendido en la punta del tallo.

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Por entonces, en el campo, los preparativos para la Semana Santa comenzaban en diciembre. Sí, en diciembre, porque es cuando se recoge la mandioca, se ralla y se prepara el almidón. Así, el solazo del verano paraguayo seca el almidón, que será guardado para la preparación de la chipa. No se puede hacer en febrero porque ya vienen las primeras lluvias preotoñales, que podrían estropearlo.

En enero se cosechaba el algodón, y con la venta se compraban otras cosas que harían falta para los días santos: los fideos tallarín, los condimentos y la damajuana de vino. Estos se guardaban celosamente en algún rincón de la casa.

Aquel Domingo de Ramos fuimos temprano al pueblo a participar de la bendición de las palmas, el «Pindó Karai». Me impresionó tanto ver al hijo de Dios montado en un burro, cruzando en medio de las ramas de pindó ondeantes, y el aroma a incienso inundando el ambiente. Yo sostenía con firmeza mi ramo de pindó, mientras miraba los ramos de los otros niños, pero me parecía que el nuestro era el mejor. Pasó el sacerdote y desparramó el agua bendita, y estábamos felices porque un chorro enorme alcanzó nuestro pindó.

Sin duda, la Semana Santa es el acontecimiento más grande de la religiosidad paraguaya, y sigue siéndolo. El Lunes Santo, en casa, se faenaba un chancho, porque habría que guardar la carne para el asado del Jueves Santo y juntar la grasa para la chipa y la sopa paraguaya.

El Martes Santo, nuestra misión era juntar la leña que se necesitaría para el tatakua y la preparación de las comidas.

El Miércoles Santo, a la madrugada, mi padre se levantaba a preparar el mate y encender el fuego en el tatakua, y toda la familia, antes de que salga el sol, colaboraba en la elaboración de la chipa de Semana Santa. Al amanecer ya se desayunaba cocido con leche humeante, con la chipa caliente.

El ritual continuaba con el karu guasu del Jueves Santo. Abundante sopa paraguaya calentita, cocida en tatakua, pollo asado, tallarín de pollo casero, costilla de cerdo al horno, una surtida cantidad mandioca y un poco de vino en la mesa.

A la noche, en el patio de la parroquia, había una proyección de cine con la película La Pasión de Cristo. Nos sentábamos en el pasto a mirar la película. Las familias llevaban sus sillas, y las señoras pitucas del pueblo, con su abanico, ocupaban el lugar más alto para ver mejor la función.

El Viernes Santo, a la madrugada, mi hermano Dionisio me despertó. Debíamos ir a bañarnos en el arroyo. La creencia popular era que Cristo estaba yacente, y todas las aguas de las nacientes se convertían en agua bendita. ¡Era la única oportunidad en el año de bañarse en agua bendita! Esa misma agua que celebramos que nos salpique en la iglesia. ¡Eso era fantástico!

En nuestra casa del campo teníamos en el fondo un arroyito que serpenteaba entre piedras, y allí nos fuimos a bañarnos antes del amanecer, porque al salir el sol, eso dejaría de ser agua bendita. No era solo un acto de higiene: con esto estaríamos limpiando todos nuestros pecados.

Viernes Santo es el día más sagrado. No se enciende el fuego. No se cocina. Es día de ayuno, porque esa tarde se produce la crucifixión de nuestro Señor. Ni siquiera hay que correr. Se come la chipa como una eucaristía casera. La tristeza y el silencio invadían el pueblo. Hasta las estaciones de radio dejaban de emitir. Esa tarde moriría Jesús. Después del mediodía, asistíamos a la lectura de las Siete Palabras. Era una celebración kilométrica, pero cargada de sentido y devoción.

El Sábado Santo, después del atracón del jueves, en mi casa se comía una sopa de poroto, como una suerte de «detox» tras tanta comida.

A la tarde se visitaba a los familiares. Así llegaban nuestros primos de Asunción y las tías, a quienes veíamos solamente durante estas fiestas. A la noche, mi madre montaba un calvario en una parte de la casa, y rezábamos un rosario por nuestros parientes que ya partieron al más allá.

Y el domingo, de Pascua…

Ese día, cada uno debía ir temprano frente al nicho de la casa, rezar una oración y luego ir a «pascuar». Significa pedir perdón a los padres por las faltas cometidas. Si fallaste y tenías un prontuario acumulado, un cintarazo de mamá limpiaba tus pecados. ¡Borrón y cuenta nueva!

Si tenías madrina o padrino, con algo de la chipa que se preparó especialmente y se guardó para este día, se visitaba al padrino para pedir la bendición de la Pascua.

Así vivíamos la Semana Santa antes, en el campo. No era solo religión. Era comunidad, era familia, era preparar el alma desde diciembre. Hoy me pregunto si, allá lejos, en alguna chacra donde todavía se trepa al pindó, alguien sigue atando el machete con piolín y bajando la rama con cuidado, como lo hacía mi hermano Dionisio. Si en alguna casa, antes del amanecer del Viernes Santo, alguien todavía baja al arroyo o algún ykuá para bañarse en agua bendita.

Tal vez sí. Tal vez no. Pero al menos en mi memoria, todo eso sigue intacto, como un ramo de palma seco que consagra toda la casa, desde algún rincón.

Editorial

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