En la reciente reunión de ministros de Justicia y Seguridad del Mercosur celebrada en Asunción, quedó en evidencia una dolorosa realidad que afecta no solo a Paraguay sino a toda la región: las penitenciarías, lejos de ser barreras para el crimen organizado, se han convertido en oficinas operativas de narcotraficantes y bandas criminales. Este hecho, tan alarmante como persistente, ha demostrado que las cárceles nacionales han dejado de cumplir su rol de rehabilitación y reclusión, transformándose en centros de comando de la criminalidad.
Durante mucho tiempo, las cárceles en Paraguay han funcionado como los centros neurálgicos desde los cuales los narcotraficantes y bandas criminales han dirigido sus operaciones. El infame Clan Rotela, por ejemplo, ha utilizado la prisión de Tacumbú como su cuartel general, consolidando un imperio delictivo que desafía cualquier intento de control estatal. En respuesta, el gobierno actual ha implementado una serie de medidas con la esperanza de frenar este descontrol, como lo demostró el operativo Veneratio, que logró desmantelar parcialmente el poder del Clan Rotela dentro de Tacumbú, a lo que puede sumarse la expulsión de miembros de organizaciones delictivas brasileñas.
Sin embargo, estas acciones, aunque necesarias, son solo el comienzo de una reforma que debe ser más profunda y estructural. La descompresión de las cárceles y la promesa del Poder Judicial de terminar con la mora judicial son pasos importantes, pero insuficientes si no se acompañan de una transformación integral del sistema penitenciario.
El ministro de Justicia, Rodrigo Nicora, subrayó la importancia de la reinserción social como una solución a largo plazo. Argumentó que un seguimiento efectivo de los exreclusos y su integración como miembros útiles de la sociedad es fundamental para romper el ciclo de criminalidad. Esta visión, aunque ideal, requiere de un compromiso sólido y recursos adecuados para ser implementada con éxito.
Actualmente, las condiciones dentro de las penitenciarías no solo impiden la rehabilitación, sino que condenan a los reclusos a convertirse en peones de las organizaciones criminales. La implementación de programas de capacitación y trabajo, como los que ya han permitido que 70 personas privadas de libertad obtengan empleo en la confección de batas quirúrgicas bajo el régimen de maquila, son ejemplos alentadores. Además, la participación del sector privado, que está brindando oportunidades laborales a los reclusos, es una luz de esperanza en este sombrío panorama.
No obstante, la reinserción social no puede ser un esfuerzo aislado. Debe ser parte de una política integral y sostenida que incluya desde la mejora de las condiciones carcelarias hasta la educación y capacitación continua de los reclusos. Solo así se podrá transformar el sistema penitenciario en un verdadero instrumento de rehabilitación y no en una fábrica de criminales.
En una sociedad civilizada, es fundamental ofrecer a aquellos que han caído en desgracia una oportunidad real de redención y reintegración. No se trata solo de una cuestión de justicia, sino de una necesidad para la paz social y la mejora de la seguridad en el país.