La Contraloría General de la República ha cumplido un rol fundamental al auditar casi en tiempo real la ejecución del ambicioso programa “Hambre Cero”. Sus hallazgos revelan una serie de falencias en la provisión de alimentos destinados a niños de escuelas públicas, que no pueden ni deben pasar desapercibidas. Con buen criterio, la institución contralora no solo se limitó a señalar errores, sino que ofreció recomendaciones específicas para su corrección e, incluso, en los casos más graves, recomendó medidas drásticas como la suspensión de contratos.
Un programa de esta magnitud, sin duda, está expuesto a dificultades iniciales. Sin embargo, en tiempos donde la información circula con rapidez y los canales de comunicación están más abiertos que nunca, muchas de estas fallas podrían haberse evitado con una mejor coordinación entre actores claves del sistema educativo: docentes, directores y padres. La comunidad educativa, tan mencionada en discursos, debe ser verdaderamente incluida y escuchada para que su rol de contralor social tenga efecto.
La responsabilidad última, claro está, recae sobre el gobierno nacional, que lleva sobre sus hombros la obligación de garantizar que ningún niño pase hambre en su jornada escolar. Pero no se puede aspirar a una administración eficiente si las partes involucradas no actúan con compromiso. La articulación entre instituciones estatales y la ciudadanía es clave para que el programa se consolide como una verdadera política pública.
Esto de ninguna manera significa que la exigencia de eficiencia recaiga únicamente en el Estado. Las empresas que ganaron las licitaciones y firmaron contratos para la provisión de los alimentos se comprometieron con un servicio que debe caracterizarse por la calidad y la puntualidad. No hay margen para improvisaciones ni para excusas cuando se trata de la alimentación de escolares.
Durante décadas, la merienda escolar fue sinónimo de corrupción. Fue, como muchos bien recuerdan, «la merienda de los corruptos». Una postal vergonzosa de funcionarios y empresarios que lucraron con lo que debía ser un derecho básico. Lo más doloroso es que gran parte de quienes saquearon este rubro nunca enfrentaron la justicia, y hoy ocupan cargos relevantes, disfrazados de moralistas.
Por eso, la administración actual tiene una oportunidad histórica: cortar de raíz esas prácticas y demostrar que alimentar a nuestros niños no es un negocio, sino una obligación ética, humana y constitucional. El castigo a quienes incumplen debe ser ejemplar. No puede haber espacio para la tibieza: rescindir contratos, aplicar sanciones y garantizar que cada plato de comida llegue como corresponde.