Las declaraciones del fiscal Alcides Giménez sobre la balacera fatal ocurrida en Ciudad del Este dejan al descubierto una realidad que, lamentablemente, se ha vuelto «normal» en ciertas zonas del país: la existencia de territorios donde la presencia de las autoridades es poco menos que imposible. No se trata de una mera dificultad operativa; estamos ante un fenómeno que implica la cesión fáctica del control estatal a grupos criminales que imponen su propia ley.

La situación es grave por múltiples razones. Primero, porque la seguridad de los ciudadanos queda supeditada a la voluntad de grupos delictivos que operan sin restricciones. En este caso, un criminal con orden de captura se movía con absoluta tranquilidad en una zona donde la policía y la fiscalía enfrentan «serios problemas para ingresar«.

Segundo, porque se trata de un fenómeno que ocurre en una ciudad fronteriza, lo que amplifica su peligrosidad. Ciudad del Este, con sus puertos clandestinos y circuitos de contrabando, no solo es refugio de delincuentes locales, sino también un punto clave para redes criminales transnacionales. Dejar que ciertos barrios sean tierra de nadie es abrir la puerta a una mayor penetración de grupos vinculados al narcotráfico, el contrabando de armas y otros delitos que erosionan la seguridad nacional.

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La historia nos ofrece ejemplos de cómo la permisividad ante este tipo de situaciones deriva en crisis profundas. El Salvador, México y Brasil han sufrido las consecuencias de la consolidación de territorios controlados por el crimen organizado, donde el Estado termina actuando solo de manera reactiva, muchas veces sin eficacia.

El monopolio de la fuerza debe ser ejercido sin titubeos. El Estado no puede permitir la existencia de zonas vedadas a la autoridad ni resignarse a la idea de que ciertos barrios sean refugios de criminales. Es urgente una política de recuperación territorial que implique un trabajo coordinado entre la Policía Nacional, la Fiscalía y las Fuerzas Armadas si fuera necesario.

El control del territorio es un principio básico de la soberanía. Cederlo es abdicar de una de las funciones esenciales del Estado.