La fuga de ocho criminales de alta peligrosidad de la cárcel de Minga Guazú es una demostración irrefutable de la precariedad de nuestro sistema penitenciario y de la absoluta ineficacia de la militarización de las prisiones. Presentado como un penal de «máxima seguridad», el recinto no fue capaz de contener a los reclusos, quienes escaparon con evidente complicidad de los funcionarios. Para agravar la situación, la fuga ocurrió pese a la presencia de militares encargados de custodiar el perímetro, lo que pone en entredicho la utilidad de su despliegue.
El ministro de Defensa, Óscar González, intentó calmar las críticas asegurando que los efectivos militares superaron la prueba del polígrafo, como si eso fuese una garantía de seguridad. Lo que el episodio deja en evidencia es que la presencia militar alrededor de las cárceles es una medida cosmética. Pueden ser militares honestos, pero su presencia como custod}io del perímetro penitencirio resultó inservible.
Pero la responsabilidad no debe limitarse a los guardiacárceles imputados por su complicidad. La cadena de mando del sistema penitenciario también es responsable de esta debacle y debe dar explicaciones. La fuga de Minga Guazú no es un hecho aislado, sino un síntoma de un sistema penitenciario colapsado, corroído por la corrupción y la negligencia.
Mientras las autoridades se conformen con medidas ineficaces y sigan sin abordar las deficiencias estructurales del sistema carcelario, la ciudadanía seguirá expuesta a este tipo de peligros. No basta con imputar a unos cuantos funcionarios de bajo rango: la crisis penitenciaria demanda decisiones políticas serias y responsables.