La fuga de ocho peligrosos reclusos de la cárcel de máxima seguridad de Minga Guazú es un hecho de extrema gravedad que pone en evidencia las falencias estructurales del sistema penitenciario paraguayo. No se trata de una simple evasión, sino de un escándalo que involucra complicidad interna, negligencia y, posiblemente, una red de corrupción que facilitó la salida de los delincuentes.
Este penal, que fue presentado como un modelo de seguridad en el marco de la reforma penitenciaria impulsada por el gobierno de Santiago Peña, debería haber sido inexpugnable. Sin embargo, la sofisticación tecnológica no sirvió de nada ante la vulnerabilidad humana: agentes penitenciarios facilitaron el escape entregando llaves y abandonando sus puestos de vigilancia.
La gravedad del caso se intensifica al considerar que Minga Guazú se encuentra en una zona declarada de emergencia penitenciaria, lo que habilita la presencia de las Fuerzas Armadas para reforzar la custodia. La actitud pasiva de los militares a cargo de la vigilancia perimetral refuerza la sospecha de una red de complicidad que va más allá de los muros del penal.
Las respuestas del Ministerio de Justicia han sido rápidas, con la destitución del director Julio Careaga y la detención de varios funcionarios penitenciarios. Sin embargo, esto no basta. La sociedad exige justicia y medidas contundentes.
Es imprescindible una investigación exhaustiva que determine cómo operó esta estructura corrupta, quiénes la integran y cuáles fueron las motivaciones detrás de esta fuga en Minga Guazú. Los responsables deben ser castigados con el mayor rigor de la ley, y las autoridades deben garantizar que situaciones similares no vuelvan a repetirse.
El mensaje debe ser claro: sin un compromiso real en la lucha contra la corrupción, ningún penal será seguro en Paraguay.
