Las acusaciones presentadas por el Ministerio Público contra exministros del gobierno de Mario Abdo Benítez han generado una oleada de reacciones polarizadas. No obstante, es fundamental recordar que la presentación de una acusación no es, ni debe interpretarse, como una condena anticipada.
En un Estado de derecho, el ejercicio de la acción penal no puede ser visto como una catástrofe, sino como parte del proceso normal de administración de justicia. Paradójicamente, quienes se presentan como defensores de la institucionalidad son los primeros en rasgarse las vestiduras cuando la Fiscalía actúa en el marco de sus atribuciones. Si los exfuncionarios sindicados han obrado conforme a derecho, deben estar tranquilos, pues el proceso servirá para demostrarlo.
La discusión pública debe centrarse en las pruebas y los hechos, no en relatos mediáticos ni en intereses políticos. La transparencia y el debido proceso son las herramientas que permitirán dilucidar si existió alguna irregularidad en la gestión de quienes hoy están en la mira de la justicia. Más allá de los nombres involucrados, lo importante es el mensaje que este caso deja para la administración pública: ejercer un cargo de responsabilidad implica rendir cuentas a la ciudadanía, y la ley no distingue entre colores, partidarios ni jerarquías.
Desde esta Tribuna, hemos sido testigos y víctimas de cómo las instituciones del Estado fueron utilizadas como instrumentos de represalia política durante el gobierno de Mario Abdo Benítez. Por ello, conocemos de primera mano los peligros de un aparato estatal al servicio de intereses particulares. La instrumentalización del poder para la persecución de adversarios es inaceptable, sin importar quién detente el gobierno.
Este caso, sin embargo, abre una oportunidad para fortalecer la institucionalidad: el escrutinio público y judicial debe basarse en pruebas sólidas y no en construcciones políticas o montajes. La credibilidad de la justicia se juega en su imparcialidad y en su capacidad de actuar con independencia, lejos de presiones externas.
Quienes se erigen en defensores del Estado de derecho, deberían ser los primeros interesados en que se desarrolle este proceso. Además, esto debe servirnos como sociedad para comprender el peligro de que las instituciones sean utilizadas como garrote para intereses circunstanciales y al mismo tiempo para que los servidores públicos comprendan que deben responder ante la sociedad y la Ley, por sus acciones en el ejercicio de la función pública. Lo que está en juego no es el destino de una facción política, sino la credibilidad de nuestras instituciones. La justicia debe operar con rigor y sin distinción de nombres, asegurando que la ley se aplique con ecuanimidad y sin ser utilizada como herramienta de venganza ni mucho menos de impunidad.