La seguridad en las zonas fronterizas debe ser una prioridad absoluta para cualquier Estado que aspire a garantizar su soberanía territorial y la estabilidad interna. Canindeyú, un departamento fronterizo históricamente caracterizado por su tranquilidad, se ha convertido en un escenario de violencia, marcado por la presencia de organizaciones delictivas que operan con una preocupante impunidad. Este flagelo amenaza no solo la seguridad interna, sino también la esencia misma de nuestra soberanía.

La información, difundida por el mismo Ministerio Público, sobre el antagonismo entre dos grupos criminales, habla a las clara de la gravedad de la situación. Una de las bandas es la encabezada por Felipe Santiago Acosta Ribero, alias “Macho” y el otro grupo se hace llamar el Clan Díaz. Un enfrentamiento entre esta dos bandas había terminado precisamente con la muerte de Cristino Díaz Méndez, líder del clan Díaz y conocido sicario con múltiples órdenes de captura. Esto confirma que Canindeyú es ahora un campo de batalla entre cárteles emergentes que buscan emular el modelo de las organizaciones criminales de México y Colombia.

Ante esta amenaza, el Estado paraguayo tiene el deber ineludible de actuar con firmeza y celeridad. Si bien el desplazamiento de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) y del Comando de Operaciones de Defensa Interna (CODI) a esta región fue una medida acertada, evidentemente no es suficiente, dado que los principales líderes de estos grupos siguen libres y haciendo alardes de sus fiestas y accionar en las redes sociales. La lucha contra estas organizaciones requiere una acción integral que involucre al Ministerio Público, el Poder Judicial y todas las fuerzas de seguridad.

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Al mismo tiempo, es imperioso iniciar una profunda depuración institucional, ya que la existencia y operatividad de estos grupos no serían posibles sin la complicidad de ciertos sectores corruptos dentro de las mismas instituciones del Estado.

Canindeyú carga con el negro estigma del asesinato del periodista Pablo Medina, quien valientemente denunció el narcotráfico en la región. Su muerte debe recordarnos los costos de la inacción estatal y el alto precio que pagan quienes desafían a estas organizaciones. En ese sentido, no podemos permitir que este departamento se convierta en un bastión del crimen organizado. La experiencia de otros países, donde la falta de acción temprana contra cárteles y grupos insurgentes derivó en conflictos de alta intensidad, nos debe servir como advertencia.

La comparación con el surgimiento del EPP en nuestro país es pertinente. La tibieza inicial para enfrentar a este grupo nos ha dejado heridas que aún siguen abiertas. Aprender de los errores, propios y ajenos, es vital. Las autoridades deben actuar ahora con determinación y erradicar de raíz estas organizaciones antes de que sus redes sean más profundas y sus operaciones más sofisticadas.

La lucha contra el crimen organizado hace mucho tiempo dejó de ser solo una cuestión de seguridad interna, para convertirse es un tema de soberanía nacional. Permitir que estas organizaciones florezcan y operen en nuestras fronteras equivale a ceder control territorial a bandas criminales, un pecado que la sociedad paraguaya no puede perdonar jamás.