Paraguay enfrenta una realidad alarmante: cada año se reportan alrededor de 3.500 casos de abuso sexual infantil, según datos del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia. Detrás de estas cifras frías se esconden tragedias personales que no siempre llegan a los estrados judiciales. Mientras celebramos avances como la promulgación de la nueva ley que aumenta las penas para estos delitos, es imposible ignorar que la raíz del problema persiste y sigue lastimando a nuestras niñas y niños.
La nueva normativa, promulgada por el presidente Santiago Peña, es un paso trascendental. La ley endurece las penas y tipifica nuevas formas de violencia, como el acoso virtual y la difusión de material explícito sin consentimiento, enviando un mensaje claro de que Paraguay no tolerará la impunidad. Sin embargo, debemos reconocer que aumentar las penas es una medida reactiva. Para erradicar este flagelo, necesitamos abordar las causas estructurales que perpetúan el abuso.
Es innegable que existe una mayor conciencia sobre el tema, reflejada en el aumento de denuncias. Las estadísticas revelan que el 82% de las víctimas son niñas y que en 9 de cada 10 casos el abusador pertenece al entorno familiar cercano. Este último dato es especialmente perturbador: ¿cómo proteger a nuestros niños cuando el peligro habita bajo el mismo techo?
La complicidad de familiares, docentes y otros miembros del entorno cercano sigue siendo un obstáculo gigantesco. Muchas veces, los abusadores son protegidos por un pacto de silencio que prioriza «el qué dirán» sobre la seguridad de los menores. Este círculo vicioso debe romperse. Como sociedad, debemos abrazar un compromiso inquebrantable para denunciar, prevenir y educar.
Hemos insistido en múltiples editoriales sobre la necesidad de un cambio cultural que empodere a los niños y niñas para reconocer y denunciar abusos. La implementación de métodos educativos que fomenten la prevención desde temprana edad es clave. Es urgente que los menores sepan identificar situaciones de riesgo y, más importante aún, que confíen en que encontrarán apoyo incondicional de los adultos responsables.
La promulgación de esta ley es sin ninguna duda en enorme avance, pero no podemos descansar. Debemos seguir insistiendo en la vigilancia, la denuncia y la educación. Porque nuestros niños y niñas no merecen menos que un entorno seguro donde puedan crecer con dignidad, libres del temor y la violencia.