El inicio del novenario a la Virgen de Caacupé marca el arranque de la mayor celebración de la religiosidad popular paraguaya, un evento que cada año congrega a millones de compatriotas. Más allá de la profunda devoción que despierta esta fiesta mariana, la peregrinación a la «capital espiritual del Paraguay» se convierte en un escenario complejo que requiere atención, planificación y, sobre todo, acción efectiva de las autoridades para garantizar la seguridad de los feligreses.
Es alentador ver los esfuerzos iniciales realizados por la Policía Nacional y las autoridades locales para reforzar la seguridad en torno a esta actividad religiosa. Sin embargo, eventos recientes revelan un problema recurrente: la presencia de actividades ilícitas, como la instalación clandestina de máquinas tragamonedas en las inmediaciones de la Basílica. Estas máquinas no solo operan al margen de la ley, sino que, de manera preocupante, captan la atención de menores de edad y poblaciones vulnerables, exponiéndolos a riesgos inadmisibles.
El operativo liderado por el Ministerio Público para desmantelar estas máquinas es un gran paso, pero no debe quedarse en la mera incautación de los equipos. Es fundamental que los responsables, desde los propietarios de los aparatos hasta los dueños de los locales que permiten su instalación, enfrenten las consecuencias legales previstas en las normativas vigentes, como la Ley 4716/12 y la Ley 6903/2022. El mensaje debe ser claro: no se tolerará la explotación de la vulnerabilidad de niños, niñas e indígenas en un contexto que debería ser de espiritualidad y recogimiento.
Además, es imperativo que la Policía Nacional despliegue un operativo de envergadura que abarque no solo la protección contra delitos comunes, como robos y estafas, sino también la disuasión de actividades que desvirtúen el carácter sagrado de esta festividad. Los peregrinos merecen vivir una experiencia segura, que refuerce su fe y consolide los valores que esta fecha representa para la cultura paraguaya.
La peregrinación a Caacupé es un símbolo de esperanza y unidad nacional. Las autoridades tienen el deber de preservar este legado, garantizando que las fiestas del 8 de diciembre sean, como siempre debieron ser, una expresión genuina de devoción católica y no una oportunidad para la delincuencia o el abuso de sectores vulnerables.