El gobierno presentó el Plan Nacional de Integridad, una propuesta que, en teoría, pretende marcar un antes y un después en la lucha contra la corrupción en Paraguay. Esta iniciativa contempla varias novedades, incluyendo la creación de un Consejo Nacional Anticorrupción y un órgano rector coordinado por la Contraloría General de la República (CGR). Sin embargo, más allá de las estructuras y mecanismos que puedan implementarse, el verdadero desafío radica en recuperar un valor esencial que se ha perdido en nuestra sociedad: la integridad.

En Paraguay, la corrupción es un flagelo cuyas consecuencias los ciudadanos sienten a diario, aunque la mayoría no es plenamente consciente de su gravedad. En cada discurso político se menciona, en cada escándalo se denuncia, pero a menudo se ignora que todos, en mayor o menor medida, somos cómplices de esta realidad. Las pequeñas prácticas cotidianas, las llamadas “vivezas paraguayas”, alimentan y perpetúan un sistema donde la impunidad es la norma y la corrupción, se ha vuelto una costumbre.

Es por ello que el nombre del plan es ambicioso. Hablar de “integridad” en un contexto como el paraguayo no es trivial. Este valor, que debería ser la base de nuestras acciones y decisiones, ha sido erosionado por años de prácticas corruptas y una cultura que, consciente o inconscientemente, las tolera. La integridad no es solamente una cuestión de legalidad o de cumplimiento de normas; es una cuestión de principios, de hacer lo correcto incluso cuando nadie está mirando.

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La corrupción está tan arraigada en nuestra sociedad que no basta con denunciarla o con crear nuevos órganos de control. Es imprescindible iniciar una campaña educativa que concientice a la ciudadanía sobre los efectos devastadores de la corrupción. Este plan de integridad no solo debe enfocarse en sancionar a los corruptos, también debe contemplar una campaña masiva para educar y transformar la mentalidad de los paraguayos, desde los más jóvenes hasta los líderes del país.

La cumbre de los tres poderes del Estado que había dado origen a este plan fue un primer paso importante. Sin embargo, para que esta iniciativa sea efectiva, cada repartición debe asumir su rol en la lucha contra la corrupción. El mejor aliciente para que continúe este flagelo es la impunidad. Solo avanzaremos en su combate cuando los castigos sean implacables y cuando las instituciones demuestren efectivamente el interés genuino de ser transparentes y sólidas.

El desafío es enorme, pero no imposible. El proyecto de ley presentado debe ser respaldado con firmeza por ambas cámaras legislativas, pero más aún, debe ser respaldado por la ciudadanía. Sin un cambio de mentalidad y sin un compromiso real de todos los sectores, el Plan Nacional de Integridad será solo otro documento en los archivos del Estado. Esperamos que esta vez la historia sea diferente.