Era de una ingenuidad notable pensar que un dictador como Nicolás Maduro aceptaría tranquilamente un resultado adverso en las urnas y entregaría el poder de manera democrática al vencedor de las elecciones del pasado 28 de julio. Las señales estaban ahí desde antes del día de la votación: las declaraciones tanto de Maduro como de sus principales aliados, como Diosdado Cabello, evidenciaban la intención de operar la maquinaria del fraude para mantenerse en el poder.
La astucia de los seguidores de María Corina Machado, respaldados por un sector clave de las Fuerzas Armadas venezolanas, logró poner en jaque esta estrategia fraudulenta al disponer de copias de las actas electorales. Esto permitió mostrar al mundo la realidad: el chavismo había sido derrotado en las urnas. Sin embargo, como es propio de un dictador, Maduro sigue aferrado al poder, negando la realidad y manteniendo un guion que lo coloca como el “triunfador” en una elección en la que para el mundo el claro triunfador fue Edmundo González Urrutia.
La historia nos enseña que solo un demócrata genuino es capaz de reconocer un resultado electoral adverso y ceder el poder. Ningún dictador ha entregado su mandato de forma pacífica a través de elecciones. El reciente fallo del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, que ratifica la supuesta victoria de Maduro, confirma que el chavismo seguirá utilizando las mismas tácticas para perpetuarse en el poder, reprimiendo a la oposición y silenciando cualquier voz disidente.
Ante esta situación, lo que corresponde es una respuesta firme de la comunidad internacional. Los países que han rechazado la oficialización del triunfo de Maduro deben continuar con las medidas de presión y no ceder ante la narrativa de un régimen que ha demostrado estar dispuesto a todo para mantenerse en el poder. El pueblo venezolano ha dado su veredicto en las urnas, señalando la salida de Maduro. Es responsabilidad de las democracias del mundo apoyar a Venezuela en su lucha por recuperar la libertad y la justicia.