La libertad de expresión es, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, «una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática». Una sociedad que no contemple o restrinja injustificadamente este derecho humano, por ende, estaría más próxima a una sociedad totalitaria, tiránica, que a una democrática.
Días atrás cobró notoriedad en el ámbito político un incidente ocurrido en la Cámara de Senadores, en medio de una sesión pública, al reclamar una senadora airadamente que sea expulsada del recinto parlamentario una persona que estaba cumpliendo funciones informativas en el espacio destinado para ese efecto. La persona en cuestión, conocida ciberactivista y acreditada debidamente para cumplir la función periodística en ese lugar, fue conminada por el Presidente del Senado a retirarse, quizás sorprendido éste por el escándalo provocado por la senadora opositora (junto a otra colega) quien amenazó con «retirarse» si no se le expulsaba a dicha comunicadora.
El incidente no es nada común y hasta inédito, podríamos decir. No ha ocurrido algo así ni siquiera en épocas de la dictadura y tampoco en los más de tres décadas de democracia… hasta la semana pasada. Y es un incidente que no puede tomarse a la ligera ni desconocer su relevancia, pese a que ningún medio de prensa o sector político, de los que suelen llenarse la boca de conceptos como «libertad» y «libertad de prensa» ha comentado o cuestionado el hecho. Es un caso donde se han jugado y se juegan derechos fundamentales para el régimen republicano, sistema que no puede ser sometido ni hipotecado por la histeria o paranoia política de ninguna autoridad y menos aún de quien ostenta una representación popular en la institución más esencial de la democracia representativa.
Si los políticos -y peor aún las autoridades nacionales- pueden disponer quién tiene derecho o no a ejercer el periodismo, a concurrir a una sesión pública de un órgano republicano o a informar sobre lo que éste y sus miembros discuten o hacen, la democracia estará herida profundamente en un derecho esencial, justamente el que es «una piedra angular» para ella, como sostiene la Corte Interamericana de DDHH.
Ya lo dice la Constitución de nuestra República: “Se garantizan la libre expresión y la libertad de prensa, así como la difusión del pensamiento y de la opinión, sin censura alguna, sin más limitaciones que las dispuestas en esta Constitución; en consecuencia, no se dictará ninguna ley que las imposibilite o las restrinja…» Y agrega en el mismo artículo: «Toda persona tiene derecho a generar, procesar o difundir información, como igualmente a la utilización de cualquier instrumento lícito y apto para tales fines». Es decir, cualquier acto de autoridad que pretenda limitar el ejercicio de dicha libertad de expresión más allá de lo dispuesto en la Constitución será un acto arbitrario, ilegítimo e inconstitucional.
Pero más específicamente aún, la misma Constitución consagra que “El ejercicio del periodismo, en cualquiera de sus formas, es libre y no está sujeto a autorización previa…” O sea, no se requiere autorización ni permiso previo de autoridad alguna para ejercerlo. Ni siquiera título técnico o universitario habilitante. En este contexto, hasta las «acreditaciones oficiales» que se acostumbra usar en órganos de gobierno (como el Congreso, y como la que sí portaba la comunicadora expulsada), devienen inconstitucionales y hay que derogarlas.
Entiéndase bien. Al reflexionar sobre esto ni siquiera tomamos en cuenta la adscripción ideológica, política o editorial de la comunicadora en cuestión o el medio a través del cual ejerce la función informativa. Quien sí hizo esta discriminación fue la senadora que desconoce o sencillamente desdeña todas y cada una de las normas nacionales y estándares internacionales (por ignorancia o soberbia) en materia de libertad de expresión, de libertad de prensa y del libre ejercicio del periodismo. Si vale, la situación dá méritos para recordar la frase –dicen erróneamente atribuida a Voltaire– en la que se señala: «No estoy de acuerdo con tus ideas y pensamientos, pero daría mi vida para que puedas expresarlos».
Ojalá que este incidente no se repita y sea corregido oportunamente por quien tomó la decisión equivocada al expulsar a la comunicadora, pues con ello se ha contribuido a evitar el imperio de la libertad de expresión y el derecho a la información de la gente por encima de los caprichos y escandalosas actitudes de una legisladora que poco favor hace con ello a la democracia.