El crimen organizado es una de las mayores amenazas para las democracias en el continente, una realidad de la cual Paraguay no escapa. Su combate es un desafío que enfrenta el nuevo gobierno que asume en agosto y, en su lucha, necesita generar confianza y consenso con la oposición en la urgencia de construir instituciones fuertes.
No es necesario recurrir a Netflix u otras plataformas para darse cuenta de que en pleno territorio nacional son noticias los sicariatos, extorsiones, secuestros, lavado de dinero, tráfico de armas y drogas, así como la persistencia del lavado de dinero. Duele describir lo que decimos, pero será aún más doloroso pretender ocultarlo.
Toda integración en la región, sí o sí, debe incluir en su agenda el enfrentamiento severo contra la delincuencia organizada. Los países deben operar en sinergia, ya que de manera individual tendrán poco éxito frente al crimen transnacional. Esto es especialmente cierto para aquellas naciones que conviven con instituciones débiles y sobornables.
Es conocido que Paraguay es un corredor de la producción de cocaína concentrada en Colombia, Bolivia y Perú, donde los vecinos Brasil y Argentina también contribuyen con sus propios delincuentes y funcionarios corruptos. Casi cada país tiene sus propios Pablo Escobar y Joaquín «Chapo» Guzmán, con sus modernizados carteles internacionales o nacionales.
Ante el panorama descrito, las instituciones paraguayas, todas ellas, con el liderazgo del nuevo Gobierno, deben comprender que con una actitud permisiva, genuflexa, corrupción interna, dudas y temor están destinadas a perder frente a los llamados Primer Comando Capital (PCC), Comando Vermelho, por mencionar algunos grupos criminales. Estas organizaciones criminales actúan en cadena, en alianza público/privada, ya en pleno territorio de la República del Paraguay, con el objetivo de influir en la agenda del país.