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viernes, 22 de noviembre de 2024
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La soberbia y el autoritarismo de gobernantes nos condenan frente al derecho internacional

La soberbia de las autoridades tanto como su desprolijidad o el desprecio crónico a la legalidad en el manejo de la gestión de gobierno pueden convertirse en pesada carga para el Estado y para la ciudadanía toda. Esta reflexión surge al dictarse una condena internacional más contra el Estado paraguayo bajo la acusación de la violación de derechos humanos fundamentales, tal como ha ocurrido esta vez con la sentencia final del caso llevado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el abogado y ex fiscal penal, Alejandro Nissen Pessolani.

Nissen Pessolani llevaba la investigación penal sobre el tráfico de vehículos robados y evasión impositiva, hechos punibles en los cuales aparecieron involucradas varias autoridades y personas conocidas de la sociedad a inicios del 2.000, en tiempos del Presidente Luis Angel González Macchi. El propio jefe de Estado había sido apuntado como beneficiario de dicho ilícito, que tenía ramificaciones internacionales.

En el marco de una presión inaudita para frustrar dicha investigación judicial, el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM) admitió en aquél tiempo una denuncia en contra de Nissen y lo terminó destituyendo en medio de un proceso que hoy la Corte Interamericana señala como viciado de nulidad por haberse violado las garantías judiciales más esenciales, como el derecho a ser juzgado por un juez imparcial y competente, el derecho a ejercer la defensa y el derecho a un proceso durante un tiempo razonable.

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Esta es la sentencia condenatoria número 12 de 13 casos que llegaron en contra del Estado paraguayo a los estrados del sistema interamericano de derechos humanos. Solamente en uno de ellos – el juicio promovido por los terroristas Arrom y Martí- Paraguay logró una sentencia absolutoria.

Esta nefasta estadística desnuda por un lado la endeble, por no decir pésima, atención que tienen los derechos humanos en general en nuestro país. La cantidad de casos referidos a derechos indígenas y al derecho a la vida dejan la evidencia de esta deplorable atención por parte del Estado a derechos esenciales de las personas y las comunidades más vulnerables.

Pero la otra lección que nos deja es que, como en este caso, la soberbia y el desparpajo en la actuación de las autoridades de los Poderes del Estado tienen consecuencias en el marco internacional que sí se ocupa de corregir la malversación de la confianza pública en la que incurren estas autoridades frecuentemente.

Lo ocurrido con el caso Nissen Pessolani es el precio de haber permitido contaminar profunda e irremediablemente de politiquería y sectarismo importantes instituciones de la República, así como denota que quienes tienen la responsabilidad de dirigir esas instituciones creen que pueden hacer lo que se les plazca por encima de las normas legales, constitucionales o convencionales.

Aprendices de dictadores de mentes malsanas, muchas de estas autoridades todavía pululan en nuestros entes públicos, ostentando cuotas de poder sostenidos en pertenencias políticas o sectarias, y persisten en promover y aprobar disposiciones normativas irracionales y contrarias a la Constitución y los derechos humanos, basados sólo en sus apetencias personales, sus arrebatos de emperadores modernos o sus afanes de dictadores del propio “feudo” donde ejercen sus cargos. Lo hacen con la soberbia rayana en la irracionalidad y contaminada del desprecio a las mínimas razones elementales de justicia, pero siempre a caballo de sus ansias o cotos de poder temporal que ejercen con alevosía y sin respeto ni a la Constitución ni a la ciudadanía.

Ejemplos de productos de este tipo de abusos autoritarios en la gestión pública podemos citar muchos: desde leyes, decretos, acordadas, sentencias y resoluciones impúdicamente enfrentados con principios básicos constitucionales, hasta disposiciones de autoridad que obedecen a caprichos neoimperiales más que a razones de buen gobierno. Y no hesitan este tipo de “autoridades” en tratar de imponer sus antojos aún cuando el Estado de Derecho, o la simple lógica racional, les gritan a voces el error o la impudicia de sus pretensiones absolutistas.

Actos de autoridad nefastos, ilegítimos, corruptos y venales como éstos, deberían llevar a sus autores a pagar las consecuencias de los mismos, no solo en cuanto a los costos en dinero sino sobre todo en relación a la indignidad acarreada con las condenas internacionales. El Estado, y la ciudadanía, no tienen por qué cargar con la culpa y el dolo de quienes actúan con la vanidad autoritaria olvidando que en una democracia y en el Estado de Derecho, el principio de legalidad no puede torcerse ni adecuarse a caprichos o ínfulas tiránicas. La condena internacional, una más, de nuestro Estado por la violación de derechos humanos es un nuevo toque de atención para revertir este mal endémico de nuestro frágil y avasallado sistema institucional.