Brújula deportiva: Djokovic ya tiene lo único que le faltaba: el oro olímpico

Si algo le faltaba a Novak Djokovic, este genio y figura del tenis mundial, un virtuoso de la raqueta, talado con la misma madera de Roger Federer y Rafael Nadal en su tiempo y a la altura comparativa de talentos de todas las épocas, era bañar una extraordinaria carrera con el oro olímpico. Y lo logró frente a un antagonista que fue dignísimo oponente y que por su juventud y constante evolución está en condiciones de emular y hasta superar (por que no) a los más grandes: Carlos Alcaraz.

En una nación donde el basquetbol y el futbol están por encima de cualquier otro deporte como la Yugoslavia antigua y la actual Serbia, el tenis se incrustó como cuña en el sentimiento popular gracias a este fenómeno y a la encantadora Ana Ivanovic, que llegó igual que Nole en la misma época al primado mundial femenino.

El fenómeno Djokovic superó todos los records. Fuimos testigos de su imán en 2015 cuando nos tocó acompañar al team Paraguay femenino de tenis a un match de la entonces Copa Federación (hoy Billie Jean King Cup). Mientras en el court central se desarrollaba el tie de las locales con Ivanovic como numero 1 ante el elenco guaraní con Vero Cepede a la cabeza, hubo momentos en que el publico dejaba sus cómodas ubicaciones en el fantástico estadio cubierto de Novi Sad para buscar uno de los televisores instalados en los corredores exteriores del mismo para seguir una de tantas finales de Nole (no recuerdo donde ni contra quien) en el circuito mundial que se celebraba en simultáneo.

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La final olímpica disputada hoy contra el nuevo astro español, el murciano Carlos Alcaraz fue digna de dos grandes exponentes de la actualidad. El score final lo dice todo: doble tiebreak 7-6 a favor del serbio, el primero 7-3 y el segundo 7-2. La victoria se inclinó por el hombre de 37 años con todo su gran bagaje de experiencia, sobre la exuberante juventud del joven hispano de 21, que bien podría ser su hijo, que esta vez no alcanzó a repetir el gran resultado auspicioso que había alcanzado por segundo año consecutivo en el emblemático césped de Wimbledon, donde acababa de derrotar a su ilustre antagonista en sets corridos por 6-2, 6-2, 7-6 (4).

El llanto en que se sumergió el hoy, al fin campeón olímpico, se justifica plenamente porque era el único logro que le faltaba a su gran colección de títulos de todos los colores y niveles, incluidos los de Grand Slam, esa veleidosa medalla que en cuatro oportunidades anteriores se había escapado y que la vino a lograr en el umbral de su retiro. Queda también para la historia su emotivo festejo, de rodillas, santiguándose, llorando y alzando los brazos hacia el Cielo, dando gracias a Dios, lo que multiplica mucho más toda su grandeza tenística y humana.

La actitud de Djokovic presenta además la plusvalía de lo que no todos quieren reconocer, el inconmensurable valor de un titulo olímpico, que nada tiene que envidiar a una conquista mundial (de hecho es ecuménica) y que está en el más alto sitial evaluativo que puede calificar los logros de un atleta de la disciplina que fuere.