Un repartidor disparó contra un joven que intentó asaltarlo en Santa Ana, un barrio donde el miedo es moneda corriente. El agresor murió. El trabajador, ahora imputado, alega defensa propia. Mientras la justicia debate acerca de su accionar, la despedida al joven, con fuegos artificiales, disparos al aire y reverencias, revela cómo parte de la sociedad normaliza – incluso glorifica – a delincuentes.
Este caso no es solo sobre legítima defensa. Es sobre un país donde los ciudadanos honrados viven acorralados, donde defenderse puede costar la libertad, y donde los delincuentes reincidentes son despedidos entre aplausos.
El fallecido tenía antecedentes por robo agravado. No era su primer delito, pero sí llegó a su última consecuencia. ¿Cuántas oportunidades merece quién elige una y otra vez la violencia?
Santa Ana, como tantos barrios marginados de nuestro país, donde también residen personas de bien, lastimosamente, es tierra de nadie. La policía aparece tarde, si es que aparece, los patrullajes son casi nulos según los propios habitantes.
Los comerciantes cierran temprano, los repartidores portan armas por desesperación, los prestadores de servicio de viajes viven sorteando pasajeros y los jóvenes crecen viendo el delito como un camino válido y rápido para sobrevivir.
Cuando el Estado abandona, la ley de la calle gobierna. Y en esa ley es donde las balas se convierten en sustitutos de la justicia.
Esta romantización de la vida donde el malhechor se gana compasión. Mientras que a la víctima podrían arruinarle la vida.
Paraguay, necesita presencia real del Estado en estos barrios que son recordados solo en épocas de campaña electoral, con promesas que finalmente nunca llegan. Justicia rápida para reincidentes y una sociedad que proteja a quienes construyan, para no continuar en este círculo perverso de silencio, normalizando la falta de defensa al pueblo.