El acuerdo entre México y Estados Unidos para reforzar la seguridad fronteriza vino a poner un poco de paños fríos a la tensa situación generada tras la asunción de Donald Trump. La decisión de la presidenta Claudia Sheinbaum de desplegar 10.000 efectivos de la Guardia Nacional para frenar el tráfico de fentanilo hacia territorio estadounidense, a cambio del compromiso del gobierno norteamericano de intensificar el combate al tráfico de armas hacia México, es una muestra de reciprocidad la estrategia de seguridad fronteriza.

El anuncio ocurre en un contexto en el que la seguridad fronteriza se ha convertido en un asunto prioritario para diversas naciones. Aquí en nuestra región, Argentina ha anunciado el despliegue de 300 agentes en la Triple Frontera para reforzar los controles ante el avance del crimen organizado. Esta medida fue respaldada por Paraguay, que respondió con un aumento de los controles en su propio territorio. Ambos casos reflejan una realidad global: ninguna frontera es impermeable y las organizaciones criminales son cada vez más creativas y sofisticadas en sus operaciones transnacionales.

A lo largo de la historia, los intentos por frenar el crimen organizado a través de medidas unilaterales han demostrado ser insuficientes e ineficaces. La criminalidad transfronteriza es un problema que trasciende las decisiones de un solo país y del gobierno de turno y exige una respuesta coordinada. En este sentido, el acuerdo entre México y Estados Unidos se alinea con lo que debería ser el camino a seguir en otras regiones: la cooperación mutua y el desarrollo de políticas conjuntas.

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El tráfico de drogas y armas es un fenómeno de doble vía. Mientras que las drogas fluyen hacia el norte, las armas se dirigen hacia el sur. Sin medidas de control efectivas en ambos extremos, el problema solo se profundiza. En el Cono Sur, los países enfrentan desafíos similares con el tráfico de drogas, armas y contrabando de todo tipo en las fronteras. El refuerzo de controles por sí solo no será suficiente; se requiere una estrategia integral que combine seguridad, desarrollo económico y programas de reducción de consumo de sustancias ilícitas.

El endurecimiento de las fronteras no puede ni debe interpretarse como un intento de cierre total, sino como una oportunidad para fortalecer los mecanismos de inteligencia, intercambio de información y acciones conjuntas entre las fuerzas de seguridad de distintos países. La experiencia ha demostrado que los enfoques exclusivamente punitivos tienen un impacto limitado si no se complementan con políticas que aborden las raíces del problema.

En América Latina, la expansión del crimen organizado no solo afecta la seguridad, sino que también erosiona las instituciones, fomenta la corrupción y desestabiliza economías locales. La respuesta, entonces, debe ir más allá del despliegue de tropas y contemplar acuerdos de cooperación en ámbitos judiciales, financieros y tecnológicos para desmantelar las estructuras criminales.

Las iniciativas como las que han tomado México y Estados Unidos, así como Argentina y Paraguay, son necesarias, pero no pueden quedar aisladas ni depender de coyunturas políticas. La lucha contra el crimen organizado es un desafío de largo plazo que exige la voluntad sostenida de los gobiernos y la colaboración internacional.