El anuncio sobre la suspensión de la cooperación entre la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) y la Administración de Control de Drogas (DEA) de Estados Unidos ha generado un intenso debate. La posterior aclaración de que la cooperación continuará, pero bajo la dirección de la Policía Nacional, añade una dimensión clave para evaluar la efectividad y pertinencia de estas alianzas en la lucha contra el narcotráfico en Paraguay.
Es una realidad innegable que el narcotráfico ha posicionado al Paraguay como un nodo estratégico en la ruta internacional de drogas, evidenciado por las incautaciones de toneladas de cocaína en Europa que se originaron desde suelo paraguayo. Este fenómeno pone en tela de juicio la efectividad del trabajo conjunto entre la SENAD y la DEA, que no ha logrado frenar ni la producción local de marihuana ni el aumento del microtráfico y el consumo interno.
La SENAD, creada como un organismo complementario a las fuerzas de seguridad tradicionales, ha operado bajo un esquema paralelo a la Policía Nacional. Si bien ha obtenido algunos logros, no se puede ignorar la consolidación de zonas controladas por el narcotráfico, como Canindeyú, donde figuras como Felipe Santiago Acosta, alias «Macho», operan impunemente. Además, el crecimiento del Clan Rotela en el ámbito del microtráfico y sus ramificaciones dentro del sistema penitenciario demuestran que el narcotráfico no solo se exporta, sino que ha arraigado profundamente en la sociedad paraguaya.
El redireccionamiento de la cooperación hacia la Policía Nacional, institución constitucionalmente habilitada para enfrentar el crimen organizado, es lo más razonable desde un punto de vista estructural. Sin embargo, este cambio obliga a un análisis crítico: ¿qué tan efectiva ha sido la SENAD en sus años de operación, y qué beneficios reales ha traído la participación de la DEA?
Hay que recordar también que las acciones de la DEA en Paraguay, en varias ocasiones, estuvo marcadas por episodios polémicos como aquellos casos todavía frescos en la memoria de la opinión pública, de las “entregas vigiladas” o aquel escándalo del «diploteatro», que acuñó un embajador americano. Estos antecedentes invitan a evaluar si su presencia ha contribuido más a la percepción de control que a una mejora tangible en los índices de criminalidad.
Paraguay enfrenta un desafío monumental. Más allá del debate sobre qué institución debería liderar la cooperación internacional, urge replantear la estrategia nacional contra el narcotráfico. Esto incluye fortalecer las capacidades de la Policía Nacional, asegurar que la cooperación internacional sea transparente y, sobre todo, priorizar políticas que enfrenten el consumo interno y desmantelen las estructuras locales del crimen organizado.
La controversia sobre la cooperación DEA-SENAD debe servir como catalizador para un diálogo nacional sobre el futuro de la lucha antidrogas. Este es el momento para redefinir objetivos, asignar responsabilidades y, finalmente, construir un modelo de seguridad que responda a las necesidades y realidades de Paraguay.