Ayer, al conmemorarse el Día Internacional de Eliminación de la Violencia contra la Mujer, Paraguay se unió a una jornada mundial que busca erradicar uno de los flagelos más persistentes y devastadores de nuestra sociedad. Las movilizaciones, actos simbólicos y estadísticas nos recuerdan una verdad ineludible: la violencia contra la mujer no solo está presente en cifras alarmantes, sino también en las sombras de una realidad que muchas veces queda oculta, no denunciada, no reconocida.

En nuestro país, 27 feminicidios registrados este año y cientos de casos de violencia física, psicológica y sexual reflejan un problema que no da tregua. Pero estas cifras, tan escalofriantes como necesarias para el diagnóstico, no son suficientes para describir la verdadera magnitud de este mal. Hay una violencia invisible que no entra en los reportes ni en las denuncias. Es la de las mujeres que viven sometidas, sin siquiera reconocer su entorno como violento, atrapadas en un círculo de estigma social, presión familiar y desamparo.

Las mujeres, cuya valentía reconstruyó esta República tras la devastación de la Guerra Grande, siguen siendo víctima de una inconcebible violencia. Resulta inadmisible que, a pesar de esa herencia de resiliencia y fortaleza, hoy sigamos siendo testigos de casos atroces de violencia y feminicidios. Paraguay tiene una deuda histórica con sus mujeres, y esa deuda exige acciones inmediatas y contundentes.

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Es un llamado a las familias, a las instituciones educativas, a los organismos del Estado y a la sociedad en general. Debemos ser capaces de articular un esfuerzo colectivo que abarque desde la prevención hasta la sanción efectiva de los agresores. Esto implica educación para cambiar patrones socioculturales arraigados, un sistema judicial ágil y protector, que los agentes de los organismos de seguridad también sean conscientes de la gravedad del problema y sepan cómo actuar, además de articular mecanismos de apoyo accesibles para las víctimas.

La violencia contra las niñas, un capítulo doloroso de esta problemática, debe ser prioridad absoluta. No podemos tolerar que cada año 400 niñas queden embarazadas como resultado de abusos sexuales, perpetuando ciclos de desigualdad y violencia. Protegerlas significa construir una sociedad más justa, donde las mujeres puedan vivir libres de temor y opresión.

El acto simbólico del 25N no debe quedar en una fecha del calendario. Es una llamada de atención para que cada día se trabaje en erradicar este mal desde sus raíces. Porque mientras haya una mujer sometida, una niña desprotegida, una víctima silenciada, nuestra democracia, nuestras instituciones y nuestro tejido social van camino a la destrucción.